martes, 17 de mayo de 2011

¡Viva la paradoja!




La alfombra de pavimento se estira longeva, arde, ondula, vira y brilla su lánguido color gris entre las extensas veredas de hierba y matorrales. Erguidas y resplandecientes se alzan en desfile las señales, 60, giro a la izquierda, prohibido adelantarse, y no obstante, un imponente corsa se abre hacia la izquierda pisando la doble línea amarilla, acelera porfiado recorriendo en paralelo los veinte metros del atiborrado y bamboleante camión para, de una vez por todas, pasarlo antes de que los móviles de la vía contraria lo hagan bosta en colisión, y corre a 140 hasta toparse con el próximo bloqueo. Un juego de niños.
Mis manos descansan tibias en el timón de la chata, mi vieja y fiel chata. Su descascarada piel azul entona con la mañana nublada del sur.
Ya son siete horas de rodar a los tumbos entre lomadas y baches de la ruta 3.
El paisaje un tanto monótono pero siempre hermoso, o es que a mi el verde del campo y el aire libre siempre me gustaron, desde pibe.
Kilómetros de tierras vírgenes y otras embarazadas de maíz o girasol. Un árbol. Otro. Media docena de vacas pastando. Una choza cercada. Carteles. Un auto varado en la banquina. Laguito. Altar a un gaucho muerto. Espejismos en el horizonte que se desvanecen en segundos.

Yo sigo manejando embelesado, casi idiotizado diría, por la frescura del viento matutino que me pega de frente.
Los insectos, como lluvia de meteoritos, vienen a estrellarse contra el parabrisas. Una mariposa, un zángano, un alguacil, pasaron de ser distinguidos ejemplares naturales a ser asquerosas y molestas manchas en el vidrio delantero de mi camioneta.
A lo lejos una singular bandada de gaviotas atraviesan el blanquecino cielo, difuminado con grisáceos nubarrones de lluvia.
El camino se perfila eterno, simple y monótono. Como mi vida. Es cierto que quizás no sea, ésta, tan simple ni tan eterna, pero sí bastante monótona, rutinaria, tragicómicamente invariable. Sin embargo cada viaje ofrece una aventura distinta, y no me refiero a la clase de aventura que alguien ostentaría, verbigracia, sobrevivir a un choque, interceptar una manada de ciervos que cruza a los trotes la carretera, volar con quinta a fondo sin terminar rodando por los pajonales, sino la clase de aventuras que sólo yo considero como tales y que desgarran (aunque sea un poco) mi triste y patética realidad.
Pero, bueno, en verdad soy feliz. ¡Viva la paradoja!