miércoles, 9 de mayo de 2012

Un hospital de barrio

Un hospital de barrio. Las 7 AM. Los corredores de la guardia con olor a alcohol y desinfectante. El silencio se interrumpe de a momentos por algún llanto pueril o pasos atolondrados que anuncian prisa. El color beige de las paredes y unos carteles deteriorados, hacen el lugar mucho más lúgubre. El ascensor, como es de esperar en éste tipo de establecimientos, no funciona. Escaleras arriba, tercer piso, habitación 251, una mujer reposa en una cama. No duerme, observa como despunta el día, a través de las cortinas semiabiertas de la ventana que da al pulmón del edificio. Hay unas flores marchitas en su mesa de luz, junto a un reloj y unos pañuelos usados. Ella, con las manos cruzados sobre el vientre susurra una oración. Su sábana se humedece de a poco con las paulatinas gotas que emanan sus ojos. Mira la silla vacía, que sigue vacía, que está a unos metros de la cama. Ahoga un sollozo profundo, pero no por mucho tiempo. Se suena estruendosamente la nariz y se limpia la cara. Golpean la puerta. Emite una débil señal para indicar que se puede pasar. Una enfermera, con el delantal más blanco que ella haya visto jamás, sostiene una bandeja que contiene esas benditas pastillas azul y blanca y un vaso con agua. Se acerca sonriente y le acomoda las almohadas mientras la saluda. Después de tragar ineludiblemente las píldoras, la mujer le devuelve el vaso a la enfermera, que todavía sonríe. Antes de que se vaya, le dice “¿sabe qué día es hoy?”, la enfermera de reluciente delantal le contesta “claro, 25 de enero”, a lo que la mujer agrega con pesar “sí, 25 de enero, como hace 43 años cuando nací”. La enfermera sin manifestar sorpresa, con la misma sonrisa amena con la que entró a la habitación le dice “ya sé Ester, éste es el séptimo cumpleaños que pasás sola, viuda de marido e hijos, divorciada de Dios y casada con una enfermedad crónica. Te gusta reír, pero hace mucho que no lo hacés, así como hace mucho que esperás el abrazo de alguien que te gustaría que se siente en esa silla vacía, y así como esperás que alguien enjugue esas lágrimas que te secás con la manga y que te mojan las sábanas. Te gusta mirar el amanecer, pero detestás esas cortinas chillonas y ese color beige (que ¿a quién se le ocurre combinar con celeste?), y te aterra pensar que te quedan pocos amaneceres que degustar, pero más te aterra (más que la muerte) la soledad, que se acuesta en tu cama, que juega a las cartas con vos, que te escucha los pensamientos y los lamentos, que te envuelve en frías cobijas de miedo hasta hoy”. Naturalmente, Ester la mira con pasmo, incrédula, intentando razonar como una completa extraña pasa lista de sus vicisitudes y deseos, sin errar en absolutamente nada, pareciendo ser quien habla su propia conciencia. Cuando atina a cerrar la mandíbula (que mantuvo abierta mientras oía, sin darse cuenta) se sienta erguida y pregunta titubeante “y... y usted ¿cómo... es que sabe todo eso?”, pregunta que recibe como respuesta algo aún más insólito para ella “yo sé todo de vos, Ester”, traga saliva y prosigue “esto de la enfermera es sólo un disfraz, para no llamar la atención, y esas pastillas son sólo un placebo (y no me extrañaría que las que solés tomar también lo sean). La verdad es que soy un ángel, por extraño que te suene (en éstos días, la gente es muy escéptica al respecto) y me mandó Dios (sí, Dios mismo) para decirte que no estás sola como creés y como pareciera. Aunque tu familia y amigos parecen haberse esfumado y haberte dejado abandonada, aunque no veas presencia física de personas acompañándote, ocupando una silla al costado de tu cama, brindándo en tu cumpleaños con vos, la presencia intangible pero verdadera de Dios te rodea. Tan sólo necesitás fe (aunque no es poca cosa), y tal como dijo Coelho: “la fe es una conquista difícil que exige combates diarios para ser mantenida” (¿qué te creías, que a los seres divinos no nos gusta la literatura?)”. Ester, aún confundida, la mira fijamente y suelta unas lágrimas contenidas. La enfermera, bueno más bien el ángel, se acerca muy despacio con esa sonrisa intensa, le extiende un pañuelo y le susurra al oído “y, por cierto, sos su amada hija, no tengas miedo de volver al hogar”. Dicho esto, la habitación es invadida por una brisa arrolladora, que Ester siente como ese abrazo tan esperado, y puede ver como se agitan las cortinas y como vuelan esas flores marchitas y esos pañuelos usados lejos de su cama. Después de esa ráfaga, Ester ve que el ángel ya no está, pero tiene encima de su vientre una llave. Se siente tranquila y a la vez carcomida por la incertidumbre, pensando si habrá sido una ilusión, si se lo habrá imaginado o soñado. Pero no, ella vio la cortinas bailoteando y ahí están todavía los pañuelos y las flores rotas en el suelo, ya no en su mesa de luz. ¡Eso! De ahí es la llave, abre el cajón de la mesa de luz. Y eso es exactamente lo que hace, abrir el cajón y ve algo que no se esperaba (¿o si?), un libro que reconoce bien, una biblia algo vieja. La toma con sus manos temblorosas y la abre justo donde había colocado un papel señalador. No es posible saber si ella se dio cuenta de que nada es al azar, en definitiva, y que las coincidencias no existen (¿verdad?) cuando leyó en Salmos 25:1 “A ti, Señor, elevo mi alma”.



Ese 25 de enero a las 7:46 AM. Ester dio su último aliento de vida, para volver al hogar

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