lunes, 10 de diciembre de 2012

Desarraigo

"Y aquí he de terminar mi carta, mientras me bebo ese vino blanco que trajiste el verano pasado y mientras escucho los gritos y carcajadas de Paloma y Helena en el jardín, que me inundan de alegría. Espero que tu ausencia sea más corta ésta vez y sepas que acá te espera el cordero patagónico, la piecita de huéspedes, tu yegua Margarita, el fogón y la cantata nocturna, pero sobre todo, te espera papá".
Mabel, sosteniendo la carta se disputa entre una sonrisa y unas lágrimas, que conjuga en un suspiro húmedo. Se acuerda del verano pasado, las rondas de mate debajo de los sauces, la guitarreada entre papá y Marcelo mientras todos cantaban los temas de siempre, las mañanas fresquitas con el cielo de un azul zafiro pariendo un sol perfecto y radiante, los guisos de la máma que se olían desde el patio y hacían que a uno le entrara un hambre tremendo, las historias de Don Mateo acerca del ejército, de las constelaciones, de las mujeres, de la vendimia, del gobierno del General Perón y demás. Tantos recuerdos que salieron a flote, le demostraron que extraña el aire del sur, el campo, la familia, sobre todo a papá.
En un acto casi inconsciente toma la medalla que pende de su cuello y la aprieta contra su pecho. Con la mirada prófuga contempla sus pensamientos que se remontan a la capilla, allá por Viedma en el '78, el día de su comunión, los primeros pasos en la fe, una fe inquebrantable que perdura aún hasta sus incipientes canas y sus patas de gallo que se acentúan al sonreír. Así como guarda en un baúl de mimbre ese viejo vestido blanquecino, ya casi amarillento por el roer del tiempo, y así como sostiene esa medalla de brillantes iniciales, de esa forma, guarda su legado de fé en el corazón y lo sostiene firmemente a través de los años.
Pero aún persiste en ella el sinsabor del desarraigo.
La tía Bertha, medio víbora, no le entregó al padre las cartas que Mabel le enviaba cada dos meses porque decía "lo hacen ilusionar y después la desalmada viene cada muerte de obispo". La realidad es que la tía Bertha tiene envidia de éste costado de la familia, porque por lo menos hubo uno que se recibió con todos los laureles y título de medicina en la facultad más jodida de Buenos Aires; y ella, que se da aires de importancia porque es una hacendada con un racimo de hectáreas y vacas raquíticas, no puede tolerar un prestigio de tal índole por parte de alguien que no sean sus hijos (a los cuales, la verdad, les importa un comino estudiar).
En cada oportunidad en que Mabel va de visita, la tía Bertha se encarga de hacer que en su corta estancia se sienta como una forastera. Y ahí es donde le duele el desarraigo a Mabel, sentirse como una extraña en su propia tierra, la tierra de su infancia, de sus huellas, donde cultivaba tomates, donde enterró a su primer mascota, donde jugaba a la rayuela, donde sembró sus primeras lágrimas por un amor no correspondido.
Le pesan los párpados por el cansancio, así como le pesa su decisión de migrar a otra ciudad para construirse una vida, una profesión, un status. Porque ahora, aunque lo tiene todo, siente una carencia enorme. No es la soledad que la aqueja, sino la nostalgia.

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