jueves, 29 de junio de 2017

Supremacía del segundero...

De la supremacía del segundero sobre la vida,
se traduce el seccionamiento del discurrir de un continuum
como una guillotina cayendo incesantemente
una y otra vez
tic-tac, tic-tac, tic-tac...
un occiso tras otro
al tiempo que nacen mueren,
ellos
los frágiles y evanescentes segundos
la voracidad implacable de esa manecilla acecha
inaugura y desmonta temporalidades
susurra, por lo bajo, la amenazante perentoriedad
intervalos de un presente que se permuta en pasado
ininterrumpidamente.

jueves, 4 de febrero de 2016

Qu'est-ce que c'est?

Ey! Más despacio, máquina carburadora.
Lo que decanta del esfuerzo por arrojar un pensamiento acabado,
es un pedazo de argumento adornado con palabras y signos de puntuación.
Mera manipulación de verbos y sustantivos en un enjambre grandilocuente.
Mentecilla atolondrada,
no es hora de plasmar en verso tus turbulentas ilaciones
conexión de un sinfín de signos, encadenados, encadenantes.
Ser presa del flujo impredescible de aquello que llaman inspiración,
libertad del espíritu en la jungla de la imaginación,
es caótico y vibrante.
Edénica noche, ésta, envuelta en solos de guitarra y sorbos de café,
hasta que los sonidos merman, la luz palidece,
el espectáculo sináptco entra en receso
y el desvelado resto de creatividad abandona la sala encefálica.

lunes, 10 de diciembre de 2012

Desarraigo

"Y aquí he de terminar mi carta, mientras me bebo ese vino blanco que trajiste el verano pasado y mientras escucho los gritos y carcajadas de Paloma y Helena en el jardín, que me inundan de alegría. Espero que tu ausencia sea más corta ésta vez y sepas que acá te espera el cordero patagónico, la piecita de huéspedes, tu yegua Margarita, el fogón y la cantata nocturna, pero sobre todo, te espera papá".
Mabel, sosteniendo la carta se disputa entre una sonrisa y unas lágrimas, que conjuga en un suspiro húmedo. Se acuerda del verano pasado, las rondas de mate debajo de los sauces, la guitarreada entre papá y Marcelo mientras todos cantaban los temas de siempre, las mañanas fresquitas con el cielo de un azul zafiro pariendo un sol perfecto y radiante, los guisos de la máma que se olían desde el patio y hacían que a uno le entrara un hambre tremendo, las historias de Don Mateo acerca del ejército, de las constelaciones, de las mujeres, de la vendimia, del gobierno del General Perón y demás. Tantos recuerdos que salieron a flote, le demostraron que extraña el aire del sur, el campo, la familia, sobre todo a papá.
En un acto casi inconsciente toma la medalla que pende de su cuello y la aprieta contra su pecho. Con la mirada prófuga contempla sus pensamientos que se remontan a la capilla, allá por Viedma en el '78, el día de su comunión, los primeros pasos en la fe, una fe inquebrantable que perdura aún hasta sus incipientes canas y sus patas de gallo que se acentúan al sonreír. Así como guarda en un baúl de mimbre ese viejo vestido blanquecino, ya casi amarillento por el roer del tiempo, y así como sostiene esa medalla de brillantes iniciales, de esa forma, guarda su legado de fé en el corazón y lo sostiene firmemente a través de los años.
Pero aún persiste en ella el sinsabor del desarraigo.
La tía Bertha, medio víbora, no le entregó al padre las cartas que Mabel le enviaba cada dos meses porque decía "lo hacen ilusionar y después la desalmada viene cada muerte de obispo". La realidad es que la tía Bertha tiene envidia de éste costado de la familia, porque por lo menos hubo uno que se recibió con todos los laureles y título de medicina en la facultad más jodida de Buenos Aires; y ella, que se da aires de importancia porque es una hacendada con un racimo de hectáreas y vacas raquíticas, no puede tolerar un prestigio de tal índole por parte de alguien que no sean sus hijos (a los cuales, la verdad, les importa un comino estudiar).
En cada oportunidad en que Mabel va de visita, la tía Bertha se encarga de hacer que en su corta estancia se sienta como una forastera. Y ahí es donde le duele el desarraigo a Mabel, sentirse como una extraña en su propia tierra, la tierra de su infancia, de sus huellas, donde cultivaba tomates, donde enterró a su primer mascota, donde jugaba a la rayuela, donde sembró sus primeras lágrimas por un amor no correspondido.
Le pesan los párpados por el cansancio, así como le pesa su decisión de migrar a otra ciudad para construirse una vida, una profesión, un status. Porque ahora, aunque lo tiene todo, siente una carencia enorme. No es la soledad que la aqueja, sino la nostalgia.

lunes, 21 de mayo de 2012

Soneto Gaucho


Tengo un oficio duro, como duros los cayos de mis manos.
Del viento tengo la fuerza y de la tierra las mañas.

He nacido jornalero y de sangre sanjuanina,
Conozco los rumbos todos, de mis caminos de Albardón.

El cielo cual limpio paño, envuelve mañanas áureas
Y el canto de los zorzales como gala ceremonial.

Escarlata la piel del vino, aterciopelado su sabor
Que no falte una botella, ésta noche invito yo.

El sol es mi compañero, cuando en el campo arreo
La lluvia es bendita aliada, cuando en el campo siembro.

Que sólo me acuesto y tarde, porque sólo un día amanecí
Pero que nunca faltó pan y trabajo y fuerzas para seguir.

De qué ave me habrán traído, de que nido salí yo
Que mi vuelo es osado y férreo, y mis alas el corazón.

miércoles, 9 de mayo de 2012

Un hospital de barrio

Un hospital de barrio. Las 7 AM. Los corredores de la guardia con olor a alcohol y desinfectante. El silencio se interrumpe de a momentos por algún llanto pueril o pasos atolondrados que anuncian prisa. El color beige de las paredes y unos carteles deteriorados, hacen el lugar mucho más lúgubre. El ascensor, como es de esperar en éste tipo de establecimientos, no funciona. Escaleras arriba, tercer piso, habitación 251, una mujer reposa en una cama. No duerme, observa como despunta el día, a través de las cortinas semiabiertas de la ventana que da al pulmón del edificio. Hay unas flores marchitas en su mesa de luz, junto a un reloj y unos pañuelos usados. Ella, con las manos cruzados sobre el vientre susurra una oración. Su sábana se humedece de a poco con las paulatinas gotas que emanan sus ojos. Mira la silla vacía, que sigue vacía, que está a unos metros de la cama. Ahoga un sollozo profundo, pero no por mucho tiempo. Se suena estruendosamente la nariz y se limpia la cara. Golpean la puerta. Emite una débil señal para indicar que se puede pasar. Una enfermera, con el delantal más blanco que ella haya visto jamás, sostiene una bandeja que contiene esas benditas pastillas azul y blanca y un vaso con agua. Se acerca sonriente y le acomoda las almohadas mientras la saluda. Después de tragar ineludiblemente las píldoras, la mujer le devuelve el vaso a la enfermera, que todavía sonríe. Antes de que se vaya, le dice “¿sabe qué día es hoy?”, la enfermera de reluciente delantal le contesta “claro, 25 de enero”, a lo que la mujer agrega con pesar “sí, 25 de enero, como hace 43 años cuando nací”. La enfermera sin manifestar sorpresa, con la misma sonrisa amena con la que entró a la habitación le dice “ya sé Ester, éste es el séptimo cumpleaños que pasás sola, viuda de marido e hijos, divorciada de Dios y casada con una enfermedad crónica. Te gusta reír, pero hace mucho que no lo hacés, así como hace mucho que esperás el abrazo de alguien que te gustaría que se siente en esa silla vacía, y así como esperás que alguien enjugue esas lágrimas que te secás con la manga y que te mojan las sábanas. Te gusta mirar el amanecer, pero detestás esas cortinas chillonas y ese color beige (que ¿a quién se le ocurre combinar con celeste?), y te aterra pensar que te quedan pocos amaneceres que degustar, pero más te aterra (más que la muerte) la soledad, que se acuesta en tu cama, que juega a las cartas con vos, que te escucha los pensamientos y los lamentos, que te envuelve en frías cobijas de miedo hasta hoy”. Naturalmente, Ester la mira con pasmo, incrédula, intentando razonar como una completa extraña pasa lista de sus vicisitudes y deseos, sin errar en absolutamente nada, pareciendo ser quien habla su propia conciencia. Cuando atina a cerrar la mandíbula (que mantuvo abierta mientras oía, sin darse cuenta) se sienta erguida y pregunta titubeante “y... y usted ¿cómo... es que sabe todo eso?”, pregunta que recibe como respuesta algo aún más insólito para ella “yo sé todo de vos, Ester”, traga saliva y prosigue “esto de la enfermera es sólo un disfraz, para no llamar la atención, y esas pastillas son sólo un placebo (y no me extrañaría que las que solés tomar también lo sean). La verdad es que soy un ángel, por extraño que te suene (en éstos días, la gente es muy escéptica al respecto) y me mandó Dios (sí, Dios mismo) para decirte que no estás sola como creés y como pareciera. Aunque tu familia y amigos parecen haberse esfumado y haberte dejado abandonada, aunque no veas presencia física de personas acompañándote, ocupando una silla al costado de tu cama, brindándo en tu cumpleaños con vos, la presencia intangible pero verdadera de Dios te rodea. Tan sólo necesitás fe (aunque no es poca cosa), y tal como dijo Coelho: “la fe es una conquista difícil que exige combates diarios para ser mantenida” (¿qué te creías, que a los seres divinos no nos gusta la literatura?)”. Ester, aún confundida, la mira fijamente y suelta unas lágrimas contenidas. La enfermera, bueno más bien el ángel, se acerca muy despacio con esa sonrisa intensa, le extiende un pañuelo y le susurra al oído “y, por cierto, sos su amada hija, no tengas miedo de volver al hogar”. Dicho esto, la habitación es invadida por una brisa arrolladora, que Ester siente como ese abrazo tan esperado, y puede ver como se agitan las cortinas y como vuelan esas flores marchitas y esos pañuelos usados lejos de su cama. Después de esa ráfaga, Ester ve que el ángel ya no está, pero tiene encima de su vientre una llave. Se siente tranquila y a la vez carcomida por la incertidumbre, pensando si habrá sido una ilusión, si se lo habrá imaginado o soñado. Pero no, ella vio la cortinas bailoteando y ahí están todavía los pañuelos y las flores rotas en el suelo, ya no en su mesa de luz. ¡Eso! De ahí es la llave, abre el cajón de la mesa de luz. Y eso es exactamente lo que hace, abrir el cajón y ve algo que no se esperaba (¿o si?), un libro que reconoce bien, una biblia algo vieja. La toma con sus manos temblorosas y la abre justo donde había colocado un papel señalador. No es posible saber si ella se dio cuenta de que nada es al azar, en definitiva, y que las coincidencias no existen (¿verdad?) cuando leyó en Salmos 25:1 “A ti, Señor, elevo mi alma”.



Ese 25 de enero a las 7:46 AM. Ester dio su último aliento de vida, para volver al hogar

sábado, 17 de marzo de 2012

Confidencias de un fulano

15 de Marzo:

Cretino me dicen y, como todo cretino, debo repercutir la gentileza con una amplia sonrisa, rebosante de sarcasmo y sorna. Debo admitir que se me tensa la mandíbula tanto sonreír, porque bastante seguido me llaman cretino.

No he tenido grandes oportunidades para desarrollar el vasto potencial de mi carácter antipático, tampoco he tenido la necesidad. Orgullosamente sostengo mi perfil (vulgarmente denominado altanero), porque no necesito súbditos que se rían de mis chistes o aplaudan mis críticas o, más aún, que alaben mis virtudes. Estimarse como es debido no es un pecado, ¡hasta es un mandamiento!

Pero las lenguas filosas rebanan cabezas incesantemente, y no hay producto humano que se vea librado de sus comentarios.

¡Pobre de mi! Pudiera gritar si me lamentara en condición de víctima, pero ¡no señor! me untaré con vaselina para que sus opiniones me resbalen.

Nunca odié a nadie, pero sí he llegado al punto de sentir asco de algunas personas que carecen de sentido estético, moral y común. Mis apreciaciones de ésta índole se mantienen de la tráquea hacia adentro, jamás sentí el impulso de desenvainar la crítica mordaz (aunque han sobrado ocasiones), y por suerte porque los impulsos son difíciles de combatir (casi comandan la acción si uno suelta la correa).

Nota: ahí donde me mandaron el otro día, descubrí que también se llama faro y no siempre tiene una connotación negativa.

lunes, 3 de octubre de 2011

[ Amanda ]




Amanda tiene nueve años, un cobayo y una familia desastrosa. Tiene zapatos viejos y un diario íntimo. Su pelo está enredado, hace tiempo que no lo lava. Hace tiempo también que no come. La última vez fue hace dos días y fue sólo un pan. Es niña, hermana, hija y madre. No, nunca dio a luz, pero cuida a sus hermanas menores. Son cuatro. Todas nenas. Todas con el mismo pelo desgreñado y las caras vacías. Huérfanas. De padres y sueños ausentes. De manos sucias y laceradas por la faena. No trabajan porque no se considera trabajo al hacer mandados y barrer veredas por encargo. Sobrevivientes. Cuerpos nómades y solitarios pero de espíritu aguerrido. Cuentan las monedas, sacro tesoro, que desenfundan de sus bolsillos, monedas que saciarán su hambre hoy... y quizás mañana. Entre mocos y estornudos pasan los días. Amanda es un envase de emociones; sufre, llora, ríe a carcajadas, calla amargamente, grita de ira, solloza en secreto, patea el piso, sonríe macabramente o se jala el cabello para descargar su dolor. Se le cayeron algunos dientes y le están creciendo los pechos prematuramente. Sueña con vestirse a la moda y tener un celular, pero sueña nomás. En realidad desea estudiar y “ser alguien”, un alguien reconocido, quizás como un doctor o un escritor, pero no al estilo de los personajes bizarros de la televisión o los políticos que tantas habladurías generan. Pero sin dudas, lo que más anhela es tener un techo sin goteras del tamaño de un puño y un colchón que no le haga doler sus débiles huesos. Es inteligente dentro de su ignorancia, o quizás lo mejor sea decir que es suspicaz; de otra forma no hubiera subsistido en su entorno crítico. Tiene piojos y penas. Ambos la estigman en sobremanera. Le gusta espantar palomas en las plazas y pisar las hojas secas que riega el otoño en las veredas. Le teme a la obscuridad profunda, a los mitos populares, como el cuco y el hombre de la bolsa y sobre todo le teme al destino, ese que no conoce, ese que le espera y no se imagina. Todos los días le pide a Dios un día más, no cree poder hacerlo sola. A veces tose sangre y otras tantas le cuesta respirar, pero ella vive, vive al máximo que su cuerpecito le permite. Siempre camina, camina mientras piensa, y mientras piensa canta. No tiene una voz prodigiosa, pero es fantástico oír su vocecita haciendo eco entre las desiertas calles.